domingo, 22 de noviembre de 2009

Ladrido Nº7: Terror a los Veterinarios


Ya desde muy pequeñito desarrollé un pánico enfermizo a los veterinarios, un pánico que hoy en día, a los casi 14 años de edad, aún me azota.

Este pánico, yo creo, es comprensible. Al día o dos de rescatarme, Susana me llevó a mi primer "médico de cabecera", un veterinario taiwanés, pero educado en los Estados Unidos, con un inglés impecable, y que acababa de abrir su pequeña clínica en la esquina de las Calles Roosevelt y Shihda en Taipei.

Ya al entrar en esa diminuta clínica, en los brazos de Susana, el olor del lugar me resultó desagradable. Ese sitio no me hacía ni pizca de gracia. Encima el veterinario, al verme, no se quedó del todo impresionado y dejó ir una mueca que, sin querer sonar como un paranoico, me pareció una mezcla de desprecio y asco. Yo lo que realmente quería era irme a casa.

Pero no nos fuimos a casa. El veterinario de las muecas me colocó encima de una de esas mesas metálicas tan frías y resbaladizas que tienen todos los veterinarios, me examinó con cierta desgana, me pinchó (uy! no me gustó nada eso de que me pincharan) y, dirigiéndose a Susana, me dió por imposible.

Sí, lectores de mis ladridos, lo habéis leído bien: el médico al que me llevó Susana con la intención de que me curara de esa enfermedad de la piel tan horrorosa que tenía, no tuvo nada mejor que diagnosticar que darme por imposible, en otras palabras, darme por muerto.

"Pero cómo, pero si es un cachorro... y apenas lo ha mirado!" - le preguntó incrédula Susana al veterinario.

"Es una enfermedad muy mala la que tiene, y está en muy malas condiciones. Te saldrá muy caro curarlo, y lo tendrás que traer a la clínica cada día." - dijo el veterinario muy friamente.

"Bueno, pero para eso he venido, para curarlo"

"No te puedo prometer que sobreviva... quizás sea más fácil sacrificarlo"

"Oiga, más fácil para quién? Desde luego que para el perro, ésa no es la opción más fácil, y desde luego que para mí tampoco. Parece que no le apetezca hacer su trabajo!"

"No, si yo sólo digo que..."

"No me diga nada más... si me sale caro, me sale caro. Pero no se habla más de sacrificar a nadie, me oye? Lo traeré cada día como usted me ha recomendado. Usted le da las medicinas que necesite, y ya me encargo yo del resto. Pero a ver si nos mostramos más positivos a partir de ahora, eh?"

"En fin, lo intentaremos. Como tú quieras. Ah, y por cierto, llévate esta jaula a casa, y lo tienes en ella encerrado" - dijo el veterinario mientras bajaba una jaula poco más grande que yo de una estantería.

"Cómo? Que meta al perro en una jaula, como si fuera un pobre periquito?"

"Sí, es mejor, ya que podría ser contagioso..."

"Madre mía... vamos bien... bueno, hasta mañana" - dijo Susana, mientras salió de la clínica conmigo bajo un brazo y la jaula bajo el otro.

Así empezó mi pánico a los veterinarios, con esa visita surrealista y algo desesperanzadora. A esa primera consulta le siguieron semanas y semanas de visitas a mi querido "médico de cabecera", con revisiones, pastillas, inyecciones, comidas especiales... no recuerdo esos días con mucho cariño, pero a pesar del negro pronóstico de mi médico, sobreviví y me curé!

En cuanto a la jaula... Susana pasó por completo de ella. Bueno, no del todo. La metió en un rinconcito acogedor del piso, le puso una manta dentro y otra por encima, y dejó la puerta abierta para que yo la usara de "cunita". Almenos se puede decir que, en mis meses de cachorrito, tuve una cunita de lo más original....


martes, 10 de noviembre de 2009

Ladrido Nº6: la Realidad de los Humanos

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Yo agrupo a todos los humanos en dos categorías, bueno, en tres: 1) los humanos a los que les gustan los perros; 2) los humanos a los que no les gustan nada los perros; y 3) los humanos que creen que les gustan los perros, pero en realidad, no les gustan nada...

A ver, como perro (y como a persona, me imagino), a ninguno de nosotros nos gusta que nos abandonen, y si encima, naces con una enfermedad de la piel que te convierte en el cachorrito más feo y apestoso del mundo, pues la verdad que uno pierde la seguridad en sí mismo con bastante facilidad. También tenemos nuestras inseguridades, sabéis?

En fin... ya os expliqué que, cuando Susana me recogió, aquel frío Enero de 1996, yo, con esa enfermedad con la que había nacido, más que un perro parecía un cerdito, con toda la piel rosada al aire, y algún que otro mechoncito de pelo negro aquí y allí. Y además, con la peste que hacía, me imagino que no era agradable tenerme cerca... la verdad es que era desagradable incluso para mí!

Susana me llevó a su piso, un pequeño piso en un bloque bastante viejo en un callejón tranquilo de Taipei, cerca de Shi-Da (la "Taiwan Normal University"). Por aquel entonces, Susana compartía piso con Giles - el inglés divertido y ligón con el que había estudiado en Inglaterra y del que ya os hablé en algún ladrido anterior; Jonathan - un americano típicamente californiano, estudiante de chino y con bastantes humos, vaya, de esos que se creen que Estados Unidos son el centro del universo; y Carol - una inglesa amiga de los años universitarios de Susana en Inglaterra, y de hecho, la que le dio la idea a Susana de irse a vivir a Taiwán.

Tenía el aspecto típico de un piso de estudiantes, o de gente que se acaba de licenciar y aún están en esa etapa atascada entre la vida de "joven" y la vida de "adulto". Era un piso viejo, de alquiler, bastante desordenado, algo sucio, de muebles de mercadillo taiwanés cutres, acogedor pero bastante básico. Por él pasaban a menudo personas de todo tipo, desde los ligues de una noche de Giles y Jonathan, hasta estudiantes que venían a hacer clases particulares de inglés o español, o grupos de amigos de todos los colores y nacionalidades que venían a tomar algo, a cenar, o a echar una partidita de cartas o mah-jong con los chicos.

Había un buen ambiente... se respiraba juventud y positivismo.

Pero yo soy un perro, y por entonces, era un perro feo y maloliente. Susana y Giles me quisieron y me mimaron, me alimentaban, me bañaban, me llevaban al veterinario para curarme de mi enfermedad, me enseñaron a no mearme ni cagarme en la casa y esperar a que me sacaran a pasear.

Jonathan y Carol, para sorpresa de Susana, no me querían. Me insultaban y a veces me apartaban de la mesa a patadas. Cuando, por ser cachorro, me hacía pipí en casa (sin mala intención, eh?), me pegaban. Me llamaban "maldito perro apestoso" y cosas peores. Se enfadaban con Susana y Giles por haberme traído a la casa.

Y muchos de los amigos que venían a menudo a la casa, dejaron de venir. Algunos de ellos se inventaban excusas, otros simplemente decían que "les daba asco ese perro".

Fueron días y meses difíciles para mí, y para mi "amita" Susana, también para Giles. El rechazo de muchos nos dolía, y a ellos dos les sorprendía.

Éste fue el momento cuando empecé a categorizar a los humanos: los que les gustan los perros, los que no les gustan y los que se creen que les gustan, pero a la hora de la verdad, los rechazan a patadas.

Para Susana, éste también fue el momento en que categorizó a los amigos: los amigos de verdad y los que, a la que ven tormenta, desaparecen.